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Los ojos de cada uno recorrieron el cuerpo del otro, y entre ambos existía tensión. Se podía notar en el ambiente, repleto de sudor, vergüenza y placer. Él se deleitaba con la delicada y esbelta figura de aquella joven impoluta, cuya respiración le llegaba hasta las entrañas. Una mano se dirigió torpemente hacia su vientre, pero ella la rechazó. Estaba disfrutando del momento, retrasando la tormenta lo máximo posible, probablemente por miedo, o al menos eso pensaba él, minutos antes de que ella le dejase tirado en la cama de un hotel perdido, alejado de la civilización por unos cuantos kilómetros, mientras él se desangraba, con el cuchillo que ella guardaba todavía clavado en su femoral.
No era la primera vez que hacía eso. Una vez al mes, Rebeca se dedicaba a recorrer los bares de la ciudad, buscando a un hombre desprevenido, cuyo cuerpo rezumase odio y falta de amor propio. Apenas tenía dieciocho años, pero ese era el castigo para todos aquellos hombres que un día abusaron de ella. Cada vez que sentía la sangre entre sus dedos, recordaba aquel momento, en que aquellos dos sádicos robaban toda su infancia en apenas quince minutos. Pero, esta vez, la sangre no era suya, y la vibración que recorría todo su cuerpo le proporcionaba una sensación mucho más poderosa e intensa que un orgasmo.
Cuando ella se iba, entre las sombras y el olor a tugurio que solían desprender los lugares a los que llevaba a sus víctimas, nadie era capaz de identificarla. Desaparecía del mundo por unos instantes, hasta que se acostaba en su cama y dormía plácidamente hasta que el olor del desayuno inundaba la habitación. Se pintaba las uñas de rojo, se lavaba el pelo y disfrutaba de la vitamina C que tenía su zumo cítrico.
Era una necesidad. Una especie de hambre, de instinto depredador que la incitaba a devorar el alma de aquellos incautos y enfermos hombres, cuyas carencias les obligaba a conducir hasta un motel perdido para intentar tirarse a aquella portentosa joven de curvas peligrosas. Ella disfrutaba de la cacería, de los preliminares. Se centraba en seducirlos, sin que nadie se diese cuenta, siempre a varios metros de distancia de ellos. Cuando querían darse cuenta, ya estaban en el coche, pensando que en unos minutos las manos que entonces sujetaban el volante estarían acariciando la fina piel de aquella exótica señorita.
Y entonces llegaban. Él cogía una habitación, mientras Rebeca se preparaba en el coche, intentando que nadie la viese. Se las arreglaba para encontrarle, y entonces, empezaba el auténtico espectáculo. Cuando los encontraba desnudos, disfrutaba del poder que ellos le ofrecían en ese momento. Se rebajaban quitándose la ropa, simplemente se estaban dejando seducir por la situación. Ella iba acercándose, tímida pero sensualmente, insinuante, hasta clavar sus rodillas justo delante de ellos, con las manos en la espalda, sujetando el frío acero.
Puede que para la mayor parte de la gente Rebeca fuese un monstruo, pero no era más que una niña con cuerpo de adulto que solamente quería poder dormir sabiendo que nada ni nadie volvería a hacerle daño, sabiendo que ya no era tan frágil y que si alguien se acercaba, siempre habría un cuchillo debajo de su almohada
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