23 de abril de 2011

Terra: I. Prólogo


Supongo que todo empezó como todas las historias, en un remoto lugar, perdido entre montañas, hace mucho tiempo. Supongo que entonces yo soy el héroe de la historia, el que se embarca en peligrosas aventuras, se enamora y acaba destruyendo el mal junto a su amada, salvando el universo de la oscuridad, para poder vivir feliz y en paz durante muchos años, hasta morir de viejo, feliz y orgulloso de todos mis actos.  Nada más lejos de la realidad. Terra no es de esa clase de lugares en los que uno pueda ser feliz. Las cosas aquí, se basan simplemente en sobrevivir, como si se tratase de una maldición de los cielos, lanzada por dioses furiosos que observan todos nuestros pecados. 

Es nuestro cuento... mi cuento...


 -Erase una vez, en una de las regiones perdidas de nuestro gran mundo, en el inmenso sur ahogado por el salitre de los mares, un bebé nació de la unión entre el cielo y la tierra, como un hijo de los dioses. Pero su destino no estaba entre ellos, sus iguales, el pequeño se sentía atraído por los placeres más mundanos, por las pasiones de los hombres-la dulce voz se calló un instante, para aumentar el dramatismo-Una mujer, en los alrededores de Smacchia, se apiadó de él, cuando le encontró vagando entre los bosques, deleitándose con los olores y colores que le rodeaban.

Seguí flotando en medio de aquel tranquilo sueño, incapaz de moverme, de hablar… Ni siquiera podía pensar. Solo escuchaba aquella hermosa voz en mi cabeza que no cesaba en su relato.

-La mujer se encargó de él. Cuando se llevaba al niño a los mercados de la ciudad, la gente se daba cuenta de que era un hijo de los dioses, y que aquella mujer, la viuda que enloqueció a la muerte de su marido, había robado aquel niño a los seres celestiales. La miraban con desprecio, pero también con temor, rezando para que los dioses no la castigaran en aquel lugar y destruyese el mercado y a todos sus transeúntes.

En mi mente se formaban imágenes a cada palabra suya, como si se tratase de una película. Los colores y las formas bailaban en la oscuridad, recreando la historia a cada momento. Ella seguía hablando.

-El niño crecía, y ella cuidaba de él como si fuese realmente su madre. Los dioses aún no les habían encontrado, pero sabía que en cualquier momento, sería castigada eternamente por haberles robado aquel niño. Sin embargo, cuando le veía jugando, cuando curaba las heridas del pequeño, sabía que ni siquiera los dioses podrían arrebatarle aquella felicidad que había ido atesorando durante todos esos años con el niño.

Ya me sabía aquella historia. Sabía cómo empezaba, me sabía su terrible final. Que aquel dulce principio no era más que el preludio a la tragedia. La voz se volvió vibrante, abrasadora, llena de veneno. Cada una de sus palabras retumbaba en mis oídos, congelando mis venas, sumidas aún en el más profundo de los sueños.

-Pero un día, un buen día, los dioses descubrieron el paradero de su hijo. Habían pasado ya años, el joven ya ni siquiera se acordaba de su estancia en los cielos, para él no existía nada más que el mundo de los hombres. Él ya no era uno de ellos, ni tampoco tenía ganas de serlo, después de las historias que su madre se había asegurado de contarle. El cielo se abrió aquel día, y dos grandes sombras se deslizaron desde allí. Iban a ser las encargadas de llevar a cabo la venganza de los dioses…

Desperté. Era la tercera vez en aquella semana que tenía esa pesadilla, y siempre solía despertarme en esa parte. Había oído ese cuento millones de veces, cuando no era más que un crío y mis padres se pasaban la noche contándomelo, para que me fuese a dormir. Decían que así aprendería a no tenerle miedo a nada, a ser un hombre valiente, y cuando tienes cinco años, ese es el único objetivo que tienes en la vida. Pero mis padres ya no estaban. Ya no estaba nadie, y los cuentos que no me daban miedo de pequeño, ahora con quince años eran mis pesadillas.

-Aiden, ¿qué pasa?-ella había vuelto a sacarme de aquel estado de somnolencia que se apoderaba de mi cuerpo después de mis sueños, ella era la que me devolvía a la realidad.

En la oscuridad de la habitación, pude ver sus ojos relampagueantes unas camas más allá de la mía. Mis quejidos la habrían despertado, y entonces, nos dedicamos un silencio sepulcral para no despertar a nadie más. Intentó levantarse para sentarse a mi lado, pero el ruido la disuadió de esa idea. Podía intuir sus formas gracias a los minúsculos rayos de luz que se colaban en la habitación, y noté la preocupación en su cara.

-Aiden, contesta-susurró Amy, intentando sacarme unas palabras. Había auténtico miedo en sus palabras, o eso quise pensar.

Me atraía la idea de que alguien se sintiese así por mí, por lo que me mantuve en silencio.  En aquel terrible silencio solo violado por las respiraciones de nuestros compañeros, pasaron los minutos, y ninguno de los dos hizo nada, hasta que salté de la cama, cayendo limpiamente sobre el suelo y salí de la habitación, intoxicado por el sudor que desprendía mi cuerpo tras ese mal sueño. Ella salió inmediatamente.

La Casa se había convertido en nuestro hogar desde que éramos pequeños, cuando la Guerra Civil destrozó nuestras familias y nos quedamos sin padres. Los recuerdos de mis padres, de mi madre cantando mientras cocinaba y los juegos con mi padre seguían en mi mente, pero muchos otros niños ya ni siquiera recordaban cómo eran sus progenitores. Yo era de los pocos malditos afortunados que sabían lo que era una familia.

Los dueños de la Casa se dedicaron durante meses a recoger a los niños para alejarlos de los conflictos. Muchos vimos morir a nuestras familias siendo masacradas por los que unos meses atrás eran amigos y vecinos. La Casa nos aseguraba un refugio, comida, y todo lo necesario para sobrevivir, lejos de la sanguinolenta mancha que dejó la Guerra Civil, en las montañas.

Nunca he sabido si nos salvaron realmente, pero una vez acabada la guerra, nos quedamos sin un lugar al que volver. Y las montañas se convirtieron en nuestro hogar. Los dueños solían bajar todos los días a la ciudad, para abastecerse de alimentos,  y se llevaban a dos o tres de nosotros, ya que sus fuerzas disminuían con los años. Así, nos convertimos en los cuidadores de la casa. Limpiábamos, cocinábamos, arreglábamos el jardín… Y ellos a cambio, nos dejaban quedarnos con las habitaciones sobrantes.

Quedábamos trece, seis chicos y siete chicas. Los que no habían muerto por culpa de las enfermedades propias de la región, habían desaparecido o se habían suicidado. Los que seguíamos en la Casa, no queríamos oír hablar del mundo exterior, nuestro lugar estaba en aquella montaña, cuidando los unos de los otros, o al menos, intentando sobrevivir a los duros años de la posguerra smocchiana. La mayoría solían estar ausentes, meditando sobre su propia desgracia, y los demás, eran demasiado pequeños como para poder hablar con ellos. Mi único apoyo real en la Casa era Amy.

Llegó poco después de que los dueños me llevarán a mí. Era unos meses menor que yo, y recuerdo sus lágrimas aquel día, pataleando para que la llevasen con sus padres. Sus padres habían muerto ante su atenta mirada, y la habrían matado a ella si los dueños no la hubiesen salvado. La montaña era el lugar más seguro, junto a los demás niños.

Yo también lloré el día de mi llegada. En mi cabeza seguía grabado el cuerpo de mi madre tendido en el suelo, ensangrentado, inmóvil. Yo intentaba despertarla, intentaba salvarla, pero no podía hacer nada. No era más que un niño, y ella llevaba ya mucho rato muerta. Y llegaron ellos, me cogieron, me arrastraron durante varios kilómetros hasta la ladera de la montaña. Nunca más volví a salir de aquel lugar. Ni siquiera bajaba al mercado a ayudarles, me ocupaba de la casa y el jardín.

-¿No me vas a contestar?-la voz de Amy retumbó por detrás-De vez en cuando podrías dejar de pensar un poco en ti mismo y darte cuenta de que todos lo pasamos mal. No eres el único en el universo, Aiden.

Nos quedamos sentados, contemplando las vistas del valle sobre el que se alzaba nuestra montaña. Una enorme cicatriz en forma de río atravesaba todo el valle, hasta  llegar a la base de la montaña. En verano solíamos bañarnos todos juntos, intentando olvidarnos por un momento de todo lo demás. Algunos incluso se atrevían a seguir  el curso del río hasta llegar a la desembocadura, y jugaban en la playa con la arena. Amy y yo nos quedábamos horas y horas con los pies dentro del río, sintiendo cómo la corriente nos lavaba la piel.

-Hace tiempo que no estás bien, Aiden. No sé si realmente alguna vez has estado bien, pero últimamente estás como todos ellos.

-Estamos tan jodidos como todos ellos. ¿Por qué no actuar como ellos, entonces?-me miraba con lástima, como si hubiese perdido toda la esperanza que tenía depositada en mí.

-Siempre puedes irte de aquí. Te queda un año para cumplir la mayoría de edad, y podrías pensar en estudiar, o en ir a la academia de la ciudad y unirte a los Caballeros. No entiendo por qué te empeñas en seguir encerrado entre estas cuatro paredes.

-Lo he pensado más de una vez. Amy, yo no me voy a ir de aquí. Mi vida está aquí. Tengo una deuda con esta casa, tengo un deber que cumplir. Esos niños, que duermen tan tranquilamente, son los que me mantienen aquí. Ellos aún necesitan a alguien que les cuide, y me temo que soy yo el responsable de cuidarles.

Las palabras salieron de mi boca sin pensar, era algo que llevaba tiempo queriendo decir. Quise hacerle pensar que realmente era eso lo que me mantenía en ese estado de lejanía, en esa somnolencia eterna.

-Algún  día me iré, ¿sabes?-sus palabras cayeron sobre mi cabeza como si de una piedra se tratase-Podríamos irnos. Y llevarnos a los niños. Este lugar está lleno de malos recuerdos, Aiden, tanto para ellos como para nosotros.

Por un momento, pensé en cómo serían las cosas si nos fugásemos. Amy y yo, en una pequeña casita, con los niños más pequeños. Paseando por el valle, bañándonos todos juntos en el mar. Una vida nueva… sonaba bien. Por un momento, las pesadillas se marchaban y lo  único que quedaba era la imagen de esa chica de ojos cristalinos que se clavaban con tanta fuerza en los míos. Y… ya no era yo.

-Vámonos-dije de repente-Coge todo lo que tengas en la Casa y vámonos. Despierta a los niños, en media hora, antes de que los dueños se levanten. ¿Quieres irte? Nos iremos. Ahora mismo.

Amy se quedó pensando un momento, meditando sobre mis palabras. Estaba decidiendo si realmente yo hablaba en serio. Nadie me conocía mejor que ella, y se dio cuenta de que todo, cada una de las palabras, eran reales. Estaba dispuesto a irme, a olvidar.

-Vámonos-fue lo único que consiguió vocalizar, mientras corría al interior de la casa, para preparar nuestro viaje y el de los demás.



Ya me sabía aquella historia. Sabía cómo empezaba, me sabía su terrible final. Que aquel dulce principio no era más que el preludio a la tragedia.

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