7 de abril de 2011

Supremacía

Nacido como los demás, de la misma forma. Fue el espermatozoide con mayor capacidad, el que más aguantó, el más inteligente, el más capaz, el más atractivo. Se elevó entre los demás y los miró desde el punto más alto del óvulo. Ellos estaban allí, abajo, impactados por ver a uno de sus hermanos consumar el sueño que todos deseaban cumplir. Estaba ahí, mirándolos con gesto arrogante, elevado entre la multitud. Era un auténtico dios.

Todos sus hermanos iban muriendo lentamente. Todos sus cuerpos caían cerca de las paredes del óvulo, pero él ya se encontraba en el abrigo del útero, observando cuidadosamente cada uno de los movimientos de sus compañeros. Iban cayendo, uno a uno, sus cabezas golpeaban contra el suelo y desaparecían, dejando pequeños vacíos. Sus cabezas explotaban contra el pavimento, y no quedó nadie. Solamente él.


Estar nueve meses encerrado en un lugar en el que no existía nadie acabó volviéndole loco. Cada día que pasaba era igual al anterior, y cada vez se encontraba menos a gusto en aquella terrible cueva. Se preguntaba si realmente había sido él el auténtico ganador de la carrera, si la salvación estaba en aquel lugar y no junto a sus demás hermanos. Se sentía un prisionero.

A lo largo de aquel tiempo, Esperma, que aún no tenía un nombre propio, tuvo tiempo para reflexionar, gracias a su prodigioso y recién adquirido cerebro. Y cada vez que pasaba el tiempo, se sentía más grande y poderoso, con más habilidades. Llegó un momento en el que incluso podía nadar en aquella especie de cueva.

Pero un día, asfixiado por aquellas paredes, Esperma pudo ver la luz, al fondo de aquella gruta. Nunca antes la había visto, y le pareció lo más hermoso que sus ojos capaces de diferenciar cualquier color habían visto en aquella larga estancia. Se sintió por primera vez libre, e intentó escapar de su prisión. Al otro lado podía oír gritos, gritos crudos de dolor. Empezaba a tener miedo de lo que podría encontrar en el otro lado, pero ya era demasiado tarde. Una fuerza superior a él lo arrastraba hacia el exterior de su cueva.

Empezó a llorar. Ni siquiera sabía que podía llorar. Ni siquiera sabía qué eran las lágrimas. Pero de repente se veía rodeado de un montón de personas, personas que lo miraban, que parecían clavar sus ojos en él. Esperma, al que a partir de entonces cambiaron el nombre, había vuelto a nacer. Esta vez, para el resto del mundo.

Pasaron los años, y aunque no aprendió tanto como lo hizo en su cueva, parecía llenarse de la sabiduría escondida en el mundo. Aquellos señores que un día fueron desconocidos para él se habían convertido en el eje de su existencia. De ellos dependía su comida, su ropa, su higiene incluso. Había pasado de ser un campeón entre los iguales a ser un pequeño vago conformista cuyo mayor logro a lo largo del día era echar los gases a su hora.

Su mundo se reducía ahora a las cuatro paredes del hogar de aquellos que se hacían llamar "padres", e intentaba complacerles en la medida de lo posible. Cuando se reían de algo que hacía, se pasaba semanas haciéndolo, hasta que ellos se aburrían. Se dio cuenta de que era una especie de mascota, y que si quería continuar con aquel nivel de vida, tenía que hacerles feliz.

Solía dedicar las noches a pensar en sus pequeñas cosas, pero se daba cuenta de que ya no podía razonar como antes. El cerebro del que se vanagloriaba no era ahora más que un trapo viejo e inservible. Y se ponía a llorar, desconsoladamente, durante toda la noche, hasta que aquella mujer, cuyo bestialismo a veces le sorprendía, introducía el pecho en su boca. Y aunque se sentía asqueado, conseguía relajarse.

En poco tiempo, se había convertido en un estúpido. Ya no podría volver a sobrevivir a una guerra como la que había librado en el vientre materno contra sus hermanos. Era una marioneta sin cerebro y cuya aspiración máxima era beber de aquella fuente de alegría que acudía cuando lo pasaba mal.

Por eso, cuando los horizontes de su mundo se ampliaron, no se sintió preparado. Durante años, se había ido reduciendo poco a poco. Sí, su cuerpo era más grande, sus habilidades físicas eran mayores e incluso había aprendido a hablar, al contrario que la gran mayoría de mamíferos. Pero todos aquellos pequeños monstruos, con sus mismas características, también eran capaces de todo aquello. ¿Y si no era tan brillante como creía? ¿Y si no era una gota única y especial?

La depresión se apoderó de él durante todos los años venideros. Dos, diez, quince, veinte. Nunca fue algo que pudiese sentir, dormía en su interior, alimentándose de sus inseguridades y temores más profundos. Ya no era imbatible, era uno más. Pero no era el único, todos aquellos grandes héroes que un día atravesaron la barrera, que un día se superaron a sí mismos, eran ahora el estandarte de la mediocridad. Ya no eran los más inteligentes, los más fuertes, los más atractivos.

Habían olvidado todas aquellas cosas que un día les hizo grandes.

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