3 de marzo de 2011

Yo y yo mismo

Todos conocemos a alguna persona así. Esa clase de personas cuyo interior es transparente, esa clase de personas en las que lo que hay es lo que ves. Y nunca nos paramos a pensar si es así realmente, si todo lo que nosotros vemos es la verdad, pura y dura. Nuestros ojos, a pesar de ser máquinas perfectas preparadas para captar todo lo que nos rodea (o nuestras gafas, en el caso de las personas que tenemos problemas de visión), no son los que interpretan esas imágenes, simplemente las reciben, pero no saben que hacer con ellas. Es el cerebro quien lo hace, movido por los prejuicios y las experiencias de cada uno, y esa imagen se va deformando por momentos, hasta que en un determinado punto, la imagen que recibimos y la forma en la que la hemos interpretado no son tan siquiera ni parecidas.

La imagen de la izquierda es un ejemplo perfecto. Para algunos, para la mayoría más bien, se trata de una imagen de amor, de desamor, como quieras llamarlo. Hay sentimientos de por medio, existe algo entre esas dos personas. Pero para mí, esa imagen expresa la dualidad. La dualidad que dejamos escapar cuando estamos con otra persona, ese otro lado que enseñamos porque nuestra auténtica cara nos horroriza, y nos asusta todavía más que lo haga a los demás. Y entonces, nos convertimos en dos personas diferentes, una en color, y otra en blanco y negro, pero ambas están contaminadas por la otra.

Todas esas personas que parecen tan simples, cuyas mentes parecen transparentes, no son ni más ni menos que ese lado a color, el lado atractivo y social, que se manifiesta cuando hay gente alrededor, cuando la situación obliga a salir a esa parte de nosotros. Al fin y al cabo, es otro mecanismo de defensa más, y se encarga de eso, de protegernos de las miradas y pensamientos de los demás, pero a la vez, nos es imposible esconder toda esa otra parte que queremos esconder.

Y cuando estamos libres de las miradas de la gente, nos dejamos llevar. El color va desapareciendo y todo lo que queda es la frialdad de esa ausencia. Todo lo que consideramos malo, todo lo que queremos esconder sale a la superficie, pero siguen quedando rescoldos de toda esa falsa apariencia de la que nos vestimos.

Somos alguien pero a la vez nadie. Monstruos disfrazados de tiernos animalillos, pero, ¿para qué? Al fin y al cabo, como nos pasa a nosotros, les pasa a los demás. Víctimas de la sociedad, obsesionados con brillar,  con demostrar que somos los más simpáticos, los más agradables, que somos todo aquello que nos venden como bueno, sin darnos tiempo a pensar qué es lo que queremos. Formamos parte del mismo mecanismo de manipulación

Igual es que soy demasiado inocente, y que en el fondo, hay personas que son solamente apariencia, que solo se preocupan de lo que piensan los demás y que se dejan  llevar. Pero prefiero pensar que es solo una de las caras de las personas, y que cuando los demás no están alrededor, dejan salir su otra mitad.

Pero esto tampoco me consuela demasiado. ¿De verdad tenemos que dividirnos, dejar de ser nosotros mismos para satisfacer los mismos temores de los demás? No, ni mucho menos.

Tenemos que abrazar esa oscuridad. Aceptar que, en el fondo, somos monstruos, pero eso no nos hace especiales, los demás también lo son. Si está mal visto ser así es porque todos escondemos nuestro auténtico yo, y no lo dejamos salir a la superficie. Atados por las opiniones, críticas y envidias de los demás no vamos a ningún sitio. Y mucho menos si nos dejamos manipular, dejando que todo eso nos mueva, y cree una parte de nosotros que no aceptamos pero que es 'adecuada' a ojos de los demás, y nos dejamos llevar por la marea.

Entonces, cuando sólo quede una de esas dos mitades, cuando la dualidad desaparezca, lo que antes era blanco y negro ahora es color. Queda mucho tiempo hasta que podamos ver el color de los demás.

Hasta entonces, vivamos en nuestra mentira de tecnicolor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario