Cuando quiso darse cuenta, ya era demasiado tarde. Se descubría suspirando en las esquinas, y pensando en cómo sería estar con ella aunque fuera sólo un minuto. Y de un minuto, paso a treinta, de treinta a una hora, de una hora, a un día... En apenas dos semanas, lo único en lo que podía pensar era en Julia. Su presencia había invadido cada uno de los aspectos de su vida.
Héctor había pasado la mayor parte de su vida con su padre, un hombre de cuarenta y muchos, que le había enseñado, después de un matrimonio turbulento y un divorcio aún peor, que no podía fiarse de las mujeres. La visión que le había transmitido era que las mujeres eran todas unas arpías manipuladoras, capaces de cualquier cosa para conseguir su propio beneficio. Héctor no tuvo nunca a nadie más que le enseñase lo equivocado que estaba su padre, y creció pensando que ese punto de vista era el más correcto, sin nadie más, solo con un padre dañado por culpa de una mala experiencia.
Tenía veinticuatro años cuando conoció a Julia. Ya habían pasado muchas mujeres por su vida, pero ninguna había conseguido llenar los vacíos que su madre había dejado en él, y las relaciones que había intentado mantener no habían sido demasiado largas. Héctor había aprendido a vivir solo, y estar en pareja no era más que atarse en vano. Disfrutaba de una noche, dos a lo sumo, pero a partir de la tercera, cuando la chica con la que dormía empezaba a hacer planes juntos, empezaba a pensar tan siquiera en volver a quedar, todos los valores que su padre le había enseñado salían a relucir. Nunca más volvían a saber de él.
-¿Alguna vez has sabido lo que es querer, Pedro?-fue la última frase que escuchó de una mujer, mientras ella se vestía afanosamente, cubierta de vergüenza y de sudor. No conseguía recordar su nombre, ni siquiera sabía si en verdad se lo había dicho. Aunque todavía seguía en su memoria los besos que le había propinado, y la desesperación que transmitía con sus caricias. A aquella chica tampoco la habían querido demasiado, y él, se había aprovechado de eso.
Solía conocer a chicas cada tres sábados, cuando la necesidad primaba sobre la razón. Su límite de soledad eran tres semanas, a excepción de los fines de semana en que decidía costearse un viaje para desconectar. El perfil de las chicas solía ser el mismo, chicas medianamente atractivas, totalmente bloqueadas por el alcohol y los olores del tugurio en cuestión. Chicas sedientas de compañia, como él, pero sin poder razonar si el individuo con el que iban a compartir su amor y su sexo eran personas de valor, y no escorias como Héctor.
A la mañana siguiente, cuando despertaba, en un motel o en la casa de cualquiera de esas chicas, lo que pillase más cerca, Héctor encendía un cigarrillo, se asomaba a la ventana e intentaba recordar la emoción y la adrenalina de la noche anterior. Se alimentaba de ello. Del recuerdo de los cuerpos de la chica en cuestión, de sus movimientos en la cama, en el baño, en el suelo. De su mirada perdida llena de remordimiento. De su dulce y empalagoso abrazo al acabar.
Héctor no creía en el amor. No como el resto de personas. Cuando veía una pareja, sabía que él sólo estaba con ella por lo buena que era en la cama, o por el tamaño de sus pechos, o porque ella era la única que no le hacía sentir tan repugnante. Que toda esa atmósfera romántico no era real, que sólo era la fachada de un precioso edificio cuyos cimientos estaban llenos de moho y humedades.
Su primera vez no fue romántica. No fue con alguien a quien él amase, no fue algo para recordar. Aunque de vez en cuando, pensaba en ella, en la ducha, cuando se sentía solo. Recordaba a aquella vieja amiga de su padre, que se pasaba los domingos por casa, con dos cigarrillos mentolados para compartirlos con su padre, y recordaba su olor a anticuario y a jabón de glicerina. Y recordaba también aquella tarde de noviembre, en que su padre no estuvo en casa, cuidando de su abuela días antes de morir, en que esa mujer, le dio uno de los dos cigarros, y le acarició como si de su propia madre se tratase. Héctor sintió como si un vacío que había tenido siempre se fuese llenando. Las manos de aquella mujer empezaban a estar arrugadas por la edad, y se fueron posando en el pecho del joven, que apenas contaba con quince años. Las canas comenzaban a asomar entre su hermoso pelo, y su jovial y alegre rostro estaba ya enmarcado por las arrugas.
-Tu padre ha sufrido mucho, ¿sabes?-dijo a punto de echarse a llorar-Hoy no es un buen día para él. No creo que sea un buen día para nadie.
Héctor hizo acopio de la poca ternura que llevaba dentro, y la abrazó. La abrazó lo más fuerte que pudo. Sentía sus senos sobre su pecho, los sentía palpitar. Ella se dio cuenta de que él se había dado cuenta. Los recuerdos de esa tarde siempre fueron confusos en la mente de Héctor, incluso hubo un tiempo en que dudó de su veracidad. Pero no, podía decir perfectamente el sabor de sus labios, el tacto de sus manos sobre su piel, podía decir todos los detalles de esa tarde, pero no lo que pasó realmente.
Y después de esa, hubo muchas más. Hubo las suficientes como para no acordarse de un número exacto. Mujeres hermosas, algunas no tanto, pero tan desesperadas por un poco de cariño que se aferraban con toda su alma al momento en el que él las poseía. Mujeres tan muertas por dentro que eran incapaces de ver las intenciones del joven.
Por eso, cuando se descubrió pensando en Julia, debajo del helado chorro de agua de su ducha, no pudo evitar sorprenderse.
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